Mujer y los cambios

29 de septiembre de 2005



Empezamos el siglo con las mujeres “también”,
en gran medida, en el mundo “exterior”,sin duda,
especialmente si nos atenemos al llamado mundo
desarrollado: las mujeres en el mundo “exterior”,
pero sin haber abandonado la casa.
Esta es la realidad: mujeres en los ejércitos,
en los ministerios, en los tribunales de
justicia y en las Cortes Supremas; mujeres en
los puestos ejecutivos de las empresas,
en los centros de investigación científica,
en los deportes, en todas las manifestaciones
del arte y de la ciencia, en las universidades
y en las jefaturas de los Estados.

La mujer “casi” en todas partes,con una
exorbitante excepción:la de los mundos eclesiales,
en los cuales la discriminación se hace evidente,
anacrónica e incluso chocante .

La Iglesia Católica, en el Segundo Concilio
Ecuménico de Nicea, hace unos 1200 años,
”aceptó” que las mujeres “también” tenían alma,
antes negado. Pero desde esa fecha poca ha sido
la consecuencia que con tal reconocimiento han
tenido ni los Sumos Pontífices ni ninguno de los
siguientes veinte Concilios Ecuménicos
habidos hasta el presente:una mujer no puede ser
Papa, Cardenal ni Obispo, ni tan siquiera sacerdote
o monaguillo.En las cuestiones del alma, en lo
tocante a la administración de los sacramentos,
el espíritu y el alma de las mujeres están hasta
la fecha cuestionados por la Iglesia Católica -
y por otras más - en forma bastante vejatoria.
En este terreno, poco es lo que los hombres se
han preocupado en habilitar la condición de la
mujer en la dignificación que le corresponde,
que sigue pendiente,como escaso es también lo
que las propias mujeres han hecho por superar
tamaña discriminación, quizás si sin percatarse
de las consecuencias que su silencio y su tácita
aceptación de tal estado de cosas implican.
La imagen de la mujer como instigadora de la
tentación, como culpable. del pecado original,
del que surgen todas las calamidades que la
humanidad ha sufrido desde su Creación y de
las que seguirá sufriendo hasta el Apocalipsis
y el Juicio Final, sigue presente en la esencia
de los credos a los que se ciñe gran parte del
género humano de hoy.

Sin embargo ocurre que la porfiada realidad
demuestra a cualquier observador medianamente
avisado que la capacidad de la mujer para afrontar,
en situaciones límite, los desafíos que el mundo
desarrollado suscita - con todas las deformaciones
que éste conlleva - es mucho mayor que la del hombre.
Para graficarlo brevemente podría referirme a un
hecho puntual, para su estudio e interpretación:
en EE.UU., por cada mujer que se suicida lo hacen
la desproporción se duplica: por cada mujer que se
quita la vida diez hombres hacen lo mismo.

La historia entera está plagada de un listado de
atrocidades en las que los hechores hombres se
a las mujeres. Además del precedente histórico
abrumador, vaya también aquí un argumento de
autoridad adicional: Freud, que penetró en la
psíquis humana como quizás nadie antes lo hiciera,
extrayendo de ello tantos atisbos geniales, ç
confidenciaba a un alumno y amigo suyo su conclusión
de que
“las mujeres son éticamente superiores a los hombres”.
Sin embargo, sigue gravitando en el prejuicio ominoso
de la leyenda original su descalificación para intervenir
en los actos trascendentes del rito en el mundo cristiano
de hoy, incapacitándola para la administración de los
sacramentos a sus feligreses en el transcurso de la vida
y también en el que implica el acto de la máxima piedad
y amor, en el tránsito a la muerte, no obstante ser ella
la que nos trae a la vida y la que sabe estar,
con verdadero amor, atendiendo y entendiendo al moribundo.

El fenomenal “desarrollo” científico y tecnológico
ocurrido en el mundo desde principios del siglo pasado
ha ido acompañado de un crecimiento parecido de la
participación de la mujer en todas las ramas del saber
y del hacer, de donde puede inferirse la interdependencia
de ambas evoluciones, de características aceleradas.
La mujer en la casa, pilar emocional en torno al cual
se construía el hogar, no constituye un hecho casual,
transitorio o singular, privativo de un período histórico
que termina a comienzos del siglo pasado. Federico Engels,
colaborador íntimo, como bien se sabe, de Carlos Marx,
Lewin Morgan, escribió en 1884 su conocida obra sobre el
“Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”,
sustentando la tesis del matriarcado primitivo.
( Cito a Engels, haciendo ex professo caso omiso de la
avalancha descalificadora de todo el pensamiento sustentado
por él y por Marx que hoy campea, sin más consistencia que
la que tenía, hasta pocos años atrás, la de aquellos que
proclamaban su infalibilidad.)

El matriarcado, que confería la primacía del parentesco
por línea materna, implicaba un sistema social centrado
en el papel de la mujer como eje fundamental de la familia.
Los antropólogos han polemizado, desde entonces, sobre
la teoría del “macho cazador” (el hombre proveedor) y la
hembra recolectora y receptiva, sumisa, en el hogar
(la mujer en la casa), de suerte que los orígenes o
causas de las pautas del comportamiento humano, en ese
aspecto, distan mucho de estar dilucidadas, tanto en lo
que se refiere al tiempo actual como en lo tocante a la
historia toda de la humanidad.“machismo” (actitud en
principio atribuida al hombre, que implica una
discriminación contra la mujer), la causa inmediata de
la relegación de la mujer al hogar, al tiempo que el
hombre sale a cumplir con su papel de proveedor,
dejando en la nebulosa las causas primeras de esta
división de los quehaceres en nuestras sociedades.

La interpretación común de este fenómeno atribuye a
un afán dominador del hombre tal estado de cosas,
resolviendo con esta simplificación todo intento
analítico más profundo del caso.

Que el hombre ha llevado a institucionalizar en el
hogar el abuso de su fuerza aparece como una
consecuencia de la tendencia que el género humano
ha ido cultivando en su proceso de selección natural,
del cual ha surgido la preeminencia de nuestra
especie sobre las otras, primero, y, más tarde,
mantenida en forma intraespecífica como factor de
poder y dominación. Pero la duda aparece sobre el
papel que la mujer ha desempeñado con la aceptación
tan continuada de estas conductas a través del tiempo.

Años atrás, la revista “Times” publicó un sugerente
artículo del antropólogo norteamericano Irven DeVore
en el que afirmaba que “los machos son un vasto
experimento reproductor dirigido por las hembras”,
aludiendo al protagonismo que en la formación de
la especie tiene la mujer al tratar de perpetuar
el tipo de hombre que, en rigor, desean.
DeVore afirmaba que, sin duda, las mujeres no sólo
aprueban sino que estimulan el “machismo”.
Cuenta, a este respecto, la distinguida antropóloga
norteamericana Helen Fisher en alguno de sus libros
una curiosa anécdota protagonizada por DeVore cuando,
en una reunión social, una mujer le preguntó, en tono
recriminatorio, sobre “cuándo abandonarían los hombres
el machismo”, a lo que el científico le habría contestado:
“cuando las mujeres como Ud. dejen de elegir a hombres
presuntuosos y triunfadores como yo”. Me apresuro a decir
que no comparto literalmente la respuesta de DeVore;
la cito como un elemento más que ayude a vislumbrar la
complejidad causal de un hecho claramente detectado.

Creo que son pocas las dudas que pueden caber sobre las
ventajas que para la mujer y, por lo tanto, para la sociedad,
han significado muchos de los cambios profundos ocurridos en
ella a lo largo de los últimos cien años. En buena parte del
globo, las mujeres han ido asumiendo, en gran medida,el papel
que les corresponde de acuerdo a sus atributos y capacidades,
no obstante la bárbara discriminación de la que todavía son
objeto en varios aspectos. Según evaluaciones efectuadas por
organismos especializados de Naciones Unidas,
las mujeres ejecutan, en estos tiempos, dos tercios del trabajo
total que en el mundo se efectúa, percibiendo como remuneración
tan sólo un tercio del total de todo lo que por ello se paga.

Nos corresponde corregir semejante inequidad en el futuro más
inmediato posible, no tan sólo por un imperativo moral sino
también como un mecanismo funcional al desarrollo armónico
social deseable.

Con todo, ciertas pautas esenciales del comportamiento en
el mundo emocional de la mujer han perdurado a través de
los milenios. Nuestros parientes próximos primates machos
vagaban por los territorios, sirviendo, a veces, de guardianes
de sus crías, protegiéndolas de los ataques de los animales
mayores; pero era la madre la que los alimentaba y los acunaba
cuando estaban asustados o enfermos, al igual que lo hacen
las mujeres de hoy, no obstante estar éstas ya
“en el mundo exterior” y, en cierta medida, “empujando
la historia”.

Nuestras inclinaciones profundas tienen raíces que se
sertaron en el patrimonio hereditario del hombre y de
la mujer en los confines del tiempo: nos saludamos,
dándonos la mano, como señal de que no nos abalanzaremos
contra quien distinguimos con nuestra amistad, reiterando
esta señal cada vez que nos encontramos; somos juguetones
y la necesidad nos hace laboriosos; seguimos siendo copiones
de actitudes, gestos e indumentaria, llevada ésta a los
extremos imitativos que la moda nos impone por simple acto
remedón irreprimible, y en cualquier reunión de individuos
aparece de forma inmediata un orden jerárquico que llegamos
a asumir como modelo natural, incluso para organizar nuestra
sociedad; la homosexualidad, la infidelidad, los celos,
el incesto, el aborto, la violencia intrafamiliar,
la promiscuidad, han estado presentes en nuestra especie en
todas las sociedades estudiadas por los antropólogos,
desde mucho antes de tener constancia histórica de nuestra
existencia en el planeta.

Creo que las mujeres y los hombres jóvenes de hoy se
relacionan mucho más armónicamente que antes, casi en todas
las latitudes, y es de desear que la tendencia prosiga con
el actual estado de cosas. No es ésta la ocasión de analizar
las complejidades del mundo emocional y psicológico que
entran en juego en esa relación, tan íntimamente ligado o
condicionado por causas o efectos biológicos.
La ciencia ha ido mostrando la naturaleza mítica de no
pocos prejuicios que enturbiaron durante siglos la índole
de los sentimientos que se desencadenan en la relación
entre mujer y hombre, muy confundidos con las sensaciones.
No existe razón suficiente como para suponer que el
conocimiento nos llevará infalible y seguramente, a la
comprensión total y definitiva de la naturaleza de
nuestras emociones, pero tampoco puede ser considerado
como un postulado el que ello no llegue nunca a suceder.
Es probable que en este punto, como ocurre quizás en
todas las aventuras del conocimiento, éste prosiga
indefinidamente avanzando, sin que, por ello, se llegue
a alcanzar su comprensión total y definitiva.
Quizás sea eso, también, lo que es de desear,
coincidente con su naturaleza críptica e inevitable.

Voy a terminar estos comentarios alejado de sentencias
definitivas y rotundas, trayendo a colación de nuevo ,
un pensamiento de Freud, escrito en una carta a su
querida amiga Marie Bonaparte, a cuyos desvelos se debió,
junto a la intervención de Roosevelt y del propio Duce
Mussolini, el que pudiera librarse de una muerte segura
a manos de los nazis, consiguiendo su salida de Viena
para ir a instalarse a Londres.( Cuando, más tarde, l
a misma Marie Bonaparte intentó conseguir la
autorización de Francia para que las cuatro hermanas
mayores de Freud salvaran sus vidas, fracasó,
terminando las cuatro incineradas por los nazis.
Hago este breve circunloquio para interpretar mejor
el fondo afectuoso de la reflexión ). Pues bien; en esa
carta a la que me refiero, Freud terminaba por decirle
a su amiga Marie Bonaparte: “la gran pregunta que nunca
ha tenido respuesta y que hasta ahora no he sido capaz
de contestar, a pesar de mis treinta años de
investigación del alma femenina, es esta:
¿qué es lo que desea la mujer ?”.

Autor: Víctor Pey

PD: ESTO MERECE SUS OPINIONES TANTO DE MIS PARES
COMO DE LOS VARONES ME PARECE?
ABRO EL DEBATE

Luunna


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